Un #8M con sabor amargo
Este 8 de marzo es otro día más que llega sin la anhelada igualdad de género y sin mucho que celebrar, otra jornada que nos obliga a salir a las calles para continuar luchando por nuestros derechos. En un año donde la pandemia desordenó nuestras vidas, ésta no sólo trajo crisis económicas a lo largo y ancho de todo el mundo sino que también acentuó aún más las desigualdades de género.
Un dato útil para ejemplificar cuál fue el impacto del Covid-19 en la vida de las mujeres es el publicado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), que sostiene que “se registró una contundente salida de mujeres de la fuerza laboral, quienes, por tener que atender las demandas de cuidados en sus hogares, no retomaron la búsqueda de empleo”. Esto trajo como consecuencia que el nivel de participación laboral de las mujeres retroceda a niveles de 10 años atrás. Mientras que la tasa de participación laboral de los hombres se situó en el 69%, la de las mujeres cayó al 46%, es decir, 23 puntos menos que la masculina.
Además, el 73% del personal de salud en el continente son mujeres y fueron ellas las que debieron enfrentar una serie de condiciones de trabajo extremas, caracterizadas por extensas jornadas laborales y un mayor riesgo de contagiarse de coronavirus. Todo esto en un contexto regional en el que persiste la discriminación salarial, pues los ingresos laborales de las mujeres que trabajan en el ámbito de la salud son 24% inferiores a los de los hombres del mismo sector. De esta manera, gran parte de la responsabilidad que conlleva hacerle frente a una pandemia recayó en nuestros cuerpos, altamente precarizados.
En nuestro país en particular, Unicef advertía a finales del 2020 que las mujeres con hijos e hijas a cargo, que se desempeñan como jefas de hogar, son más pobres que los varones en igual situación. Además, también se reconocía que las trayectorias laborales de las mujeres muestran inserciones más precarias en el mercado laboral, cuestión que se refleja en la brecha salarial.
Esta situación donde la pobreza tiene rostro de mujer se suma a una realidad aún más cruel: en Argentina, cada 23 horas muere una mujer en manos de un hombre. Menos de un día y se vuelve a restar una vida. La mayoría de los femicidios son productos de un Estado ausente, de una Justicia que mira hacia otro lado y de un sistema que apaña a quienes cumplen el rol de victimarios.
Las cifras de lo que significó vivir con el agresor durante el aislamiento social preventivo y obligatorio son la radiografía exacta de un escenario que deja ver el terror: en abril de 2020 se recibieron a la línea 144, que asiste a las víctimas de violencia de género, un total de 1.739 comunicaciones más que en abril de 2019; en mayo el aumento fue de 2.039 comunicaciones, lo que significó un 27% más; en junio se contabilizó un 18% respecto a igual mes que el año anterior; en tanto, julio trajo 1.859 llamadas más que en el 2019; en agosto los pedidos de ayuda se incrementaron hasta un 25%; mientras que en septiembre y en octubre el aumento fue del 16% en los dos meses. Todos estos números indican que encerraron a las mujeres y las obligaron a vivir con quien las violentaba. Nuevamente, un Estado ausente incapaz de gobernar con perspectiva de género.
La mayoría de los femicidios En Argentina son productos de un Estado ausente, de una Justicia que mira hacia otro lado y de un sistema que apaña a quienes cumplen el rol de victimarios
Datos como los anteriores no dejan lugar a varias interpretaciones más que al hecho de que las vidas de las mujeres están insertan en un sistema cargado de machismo. No importan cuántos Ministerios o Secretarías de Género o de la Mujer se creen si, al fin y al cabo, la única función de éstos será hacer eventos para este día o llevar a cabo talleres. Sin un cambio verdadero en la Justicia, capaz de establecer condenas efectivas para golpeadores, violadores y femicidas, será imposible frenar esta violencia que nos afecta gravemente. Sin mujeres ocupando espacios de decisión, estableciéndose en lugares de poder, la constante discriminación y la infravaloración de nuestras capacidades y habilidades serán constantes, relegando siempre al género femenino a lugares construidos históricamente para nosotras.
Es cierto, muchas cosas mejoraron desde ese 8 de marzo de 1908, día en que 129 mujeres murieron en un incendio en la fábrica Cotton, de Nueva York, Estados Unidos, luego de que se declararan en huelga con permanencia en su lugar de trabajo. Ellas reclamaban una reducción en su jornada laboral de 10 horas, derecho conquistado. Además, pedían por un salario igual al que percibían los hombres que hacían las mismas actividades y a eso, lamentablemente, aún no llegamos. Aun así, alcanzamos otros derechos como el recientemente conquistado aborto legal en Argentina y la educación sexual integral para todos.
Sin embargo, el camino para que el 8M se vuelva un día de homenaje y no de lucha es todavía muy largo. Requerirá de políticas públicas efectivas y no simples discursos que sólo se pronuncien una vez al año y sirvan para acallar las conciencias de militantes y funcionarios. Ojalá los políticos estén a la altura de este desafío.
Feliz día de lucha, hermanas.