El atroz encanto de la desinformación

“¿Cómo puede ser atroz un encanto? ¿Cómo pueden asociarse elementos tan contradictorios?” se pregunta Marcos Aguinis en esa fantástica radiografía que hizo de nuestro país titulada “El atroz encanto de ser argentinos”. Extrapolando el concepto y con un atrevido -y hasta revolucionario- juego de palabras, la desinformación tiene algunas cualidades que la vuelven “encantadora”. Porque más allá de esa necesidad de querer combatirla y hacerle frente para reducirla, existe una enorme cantidad de personas que se ven seducidas por las mieles del engaño, lo cual reduce la eficacia de aquellos que llevan a cabo la titánica tarea de enfrentarla. 

En períodos pendulares, en materia ideológica, como los que estamos viviendo en donde no se permiten las medias tintas y donde todo se reduce al blanco o al negro, la desinformación fluye con suma accesibilidad y adormece el pensamiento crítico y la reflexión. En ese contexto, la comodidad con nuestros sesgos cognitivos y el prejuicio latente facilita la toma de decisiones y/o posturas frente a diferentes problemáticas. Nos gana la modorra intelectual y ni siquiera nos levantamos para ofrecernos el beneficio de la duda, a veces, en modo de repregunta o chequeo de la información que recibimos. Todo ello, sumado a este turbulento periodo entre-electoral que comenzó en septiembre con las elecciones primarias y culminará en noviembre con las legislativas, parece ser un panorama demasiado laberíntico para poner freno a esta “infodemia”, como bien la ha catalogado la OMS a principios del año pasado.

Muchas veces Nos gana la modorra intelectual y ni siquiera nos levantamos para ofrecernos el beneficio de la duda, a veces, en modo de repregunta o chequeo de la información que recibimos

Parafraseando a Aguinis, la desinformación se vuelve un tanto encantadora para los individuos porque tenemos una inobjetable confianza en nuestra toma de decisiones (aunque en el fondo muchas veces nos recriminemos de las cosas que hacemos o decimos) y porque, como dice el periodista español Marc Amorós, “nos gustan las mentiras”, algo que comprobamos con esa primera enseñanza de vida respecto de la existencia de Papá Noel, el Ratón Perez o los Reyes Magos. Pero sin dudas que el punto más sensual que tiene la desinformación no solo es esa sensación de reafirmarnos y de cierto grado de aceptación social, sino que es esa apelación a lo emocional. Y es la emoción, esa materia prima por la que se pelean los algoritmos en las redes y también los hacedores de las campañas, algo contra lo que es muy difícil combatir. 

Pero la desinformación tiene componentes mucho más sutiles, que pasan ocultos por el radar de las personas y son precisamente esos aspectos que lo transforman en un verdadero riesgo en lo individual, generando confusiones, angustias y hasta trastornos mentales, y en lo colectivo, erosionando la credibilidad en las instituciones y golpeando fuertemente a las democracias modernas. Son aquellas cuestiones, algunas visibles y otras no tanto, se pusieron en debate en la Cumbre Global de Desinformación que se realizó hace unos días. La desinformación y las democracias, la alfabetización para combatir esta “infodemia”, el imprescindible aporte de los datos y el intangible pero decisivo valor de la verificación son algunos de los temas que se abordaron en este encuentro que contó con representantes de todo el mundo. Un espacio que no solo cuenta con el aval de la Sociedad Interamericana de Prensa, la Fundación para el Periodismo y el Proyecto Desconfío, sino que además se enarbola como pionero en el abordaje con una mirada más amplia de esta problemática que lejos está de terminar.

Pero entonces ¿cómo puede ser “encantadora” esa desinformación que hemos conocido en carne propia hace unos días, previo a las PASO, pero que durante todo 2020 hemos padecido al abrir los grupos familiares de WhatsApp? Claro que no lo es pero llama poderosamente la atención cómo, aún contando con una mayor alfabetización y conocimiento, esta problemática sigue creciendo y lo seguirá haciendo en el próximo año en el que se prevé que las noticias falsas superarán a las verdaderas.