Desfinanciar a la policía ¿Y luego qué?

Black Lives Matter comenzó en 2013 como un hashtag repudiando el asesinato de Trayvon Martin en el estado sureño de Florida. En Minnesota, el brutal asesinato de George Floyd aumentó la visibilidad del movimiento que, desde hace años, lucha para erradicar la supremacía blanca en Estados Unidos y el mundo. En tiempos de apatía social, el movimiento consolidó, no solo los reclamos de los afroamericanos que son discriminados y violentados por las instituciones, sino también del resto de las minorías y todos aquellos que aún sufren las diferencias de oportunidades en base a su color de piel u origen. Para interpretar estas demandas es necesario no circunscribirlas al año 2020: son muchos los activistas que vienen reclamando, hace años, una institución policial más justa, humana y confiable. Defund the police también emerge de una mirada crítica a la repartija de recursos: el presupuesto que se destina a educación pública en Estados Unidos, viene en detrimento si lo comparamos con lo asignado en seguridad nacional.

Bien es sabido que en todo el continente la brutalidad policiaca sigue siendo un flagelo del cual estamos muy lejos de encontrar una solución: la aceleración del crimen y la delincuencia en las urbes, coincide con un discurso democrático sobre la necesidad de combatir la violencia urbana con técnicas enfocadas a prevenir el delito más que a castigarlo, por lo menos en teoría. Pero esta aproximación, más humana que punitiva, necesita que nos replantemos las bases que sostienen las instituciones y un continuo diagnostico: ¿cuál es la historia de la institución policial en nuestro continente? ¿en qué contexto surgió? ¿a qué intereses responde y a quiénes protege verdaderamente?

Defund the police también emerge de una mirada crítica a la repartija de recursos

Basta conocer algunas cifras para comprender la magnitud del problema: la policía más violenta del mundo (la que más mata y también la que más muere) es la de Brasil, que solo en 2018 reportó más de 6020 víctimas fatales oficialmente reconocidas. A su vez, la policía de México y Colombia, así como la norteamericana, muestran una creciente militarización que se percibe en el número, inexacto y aún desconocido, de víctimas en manos del estado. Aquí podemos mencionar también el caso chileno, que mostró su sesgo represivo durante las protestas sociales en el país: según el Instituto Nacional de Derechos Humanos de Chile, casi 4000 chilenos han sido violentados por las fuerzas de seguridad, una cifra que incluye desde balas, lesiones oculares, torturas y hasta abuso sexual. Estos números no solo evidencian la necesidad de implementar cambios estructurales, sino que cada vez hay más desconexión entre la policía y los ciudadanos que ya no confían en ella. 

Por la presión emergida del BLM, el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, apoyó un proyecto legislativo para recortar en 1000 millones el presupuesto de la policía y, a su vez, que ese dinero sea destinado a servicios sociales. Para muchos sin embargo, esta es solo la punta del iceberg. Lo cierto es que una desfinanciación temporal, lejos de ser una solución verdadera para un problema tan culturalmente arraigado, es una mera maniobra política, que pretende desacelerar la rabia social.

Un recorte de presupuesto no puede hacer frente a un problema cultural como es una institución consolidada desde una gran autonomía y poder. Ahora bien, la otra alternativa no es más fácil de analizar: ¿es posible la abolición total de la policía? Y con ello, cabe preguntarse ¿qué pasará entonces, con el entramado del sistema judicial y las cárceles? Es necesario entender cómo las sociedades modernas se nutren, desde su concepción, de las distintas formas de vigilancia, tanto que no parece posible concebir las democracias modernas sin ningún tipo de poder que “garantice” la seguridad.

Experiencias trasatlánticas

Ya hemos visto como las demandas para abolir o desfinanciar a la policía presentan nuevos interrogantes complicados de resolver. Vale entonces destacar la experiencia de Rosana Gallardo, una de las pocas mujeres que llegaron a ostentar el cargo de inspectora en la policía española.

Gallardo, con casi cuarenta años de experiencia en la policía, fue tajante al negar la posibilidad de que lo que  le ocurrió a George Floyd, se repita en España: “Aquí no hay lugar para esos casos de violencia policial, el sistema lo anula desde un principio ya sea por la educación de los policías o porque alguien no estaría de acuerdo y lo impediría”.

Además de un buen sueldo y condiciones dignas de trabajo Rosana pone el foco en la educación como agente de cambio: “El entrenamiento policial no termina nunca, todos los años se capacita a los policías en temas como racismo, xenofobia y violencia de género, a la vez que para ascender es necesario estar cada vez más capacitado”. Además de ser inspectora a punto de jubilarse, Rosana es licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación.

Toda la policía en España trabaja desde lo que se conoce como “policía de proximidad”. Un concepto que aquí parece novedoso pero es implementado en España hace varias décadas. Este paradigma plantea que es necesario un enfoque proactivo en la prevención del delito, y no en el castigo, contemplando siempre los derechos humanos. Dicho modelo también promueve la colaboración intrainstitucional necesaria para el buen funcionamiento del sistema penal. “Queremos que la gente sepa que puede confiar en nosotros, a veces tienen un poco de recelo pero cuando los tratamos con respeto y hay verdadera motivación de ayudarlos, la gente confía”, admite Gallardo que también fue una de las pioneras en implementar la mediación policial como un paso más para que la ciudadanía se vuelque con confianza a los agentes de seguridad. “Fue difícil al principio porque incluye un cambio de paradigma y mucha capacitación, aún hay algunos que no están enteramente convencidos pero los números han demostrado ampliamente que el sistema funciona”, comenta orgullosa y comparte que, a través de la mediación, casi el 80 por ciento de los conflictos vecinales fueron resueltos.

¿Será posible replicar este paradigma en América Latina o Estados Unidos? Una respuesta a priori no parece posible, porque es necesario analizar el contexto socioeconómico de cada uno de los países, pero podemos comenzar con asegurarnos que nadie esté por encima de la ley, mucho menos aquellos que deben hacerla respetar. Investigar los casos de brutalidad policial de forma exhaustiva y con una cobertura responsable de los medios masivos de comunicación es un paso fundamental para sentar los cimientos del cambio que nuestras instituciones necesitan. El camino para recuperar la perdida legitimidad policial será dificultoso sin un verdadero cuestionamiento de las bases que sostienen y perpetuán el poder de las fuerzas de seguridad.