Trolls y la democracia digital en tiempos de cólera

Por Matías Enríquez

Hace varios años se instaló el concepto“Que el ejército digital del kirchnerismo” decían unos, “que los trolls de Marcos Peña” decían otros, “que el call center de estos” rebatían otros tantos. La viralización de esos conceptos comenzó a repetirse al unísono en diferentes medios de comunicación. Poco se profundizaba sobre la cuestión sobre qué eran realmente los trolls pero la vaguedad periodística replicaba esos lugares comunes.

Antes que todo, desactivemos las dudas. Los trolls son usuarios que irrumpen en una conversación para arruinarla y/o desvirtuarla por completo, con la agresión como bandera. Así, son utilizados para apagar incendios en tiempo real de gobiernos o políticos, desviando el foco de atención antes que el mismo explote. De aquellos años donde funcionaban de manera automática y se los podía descubrir fácilmente a estos tiempos donde las cuentas intercalan las publicaciones con posteos manuales y mensajes más “personales”, los trolls se han transformado en usuarios “fantasmas”, difíciles de detectar.

El surgimiento de las redes sociales hizo de Internet un espacio imprescindible para oxigenar las democracias modernas, frente a los atropellos de algunos gobiernos, con el pionero caso de Egipto como revolución digital en Facebook y Twitter. En aquel entonces, las redes eran un buen canal para informarse pero la introducción de algoritmos seleccionando qué contenido se ve o se deja de ver empezó a provocar cierta visión sesgada del todo. En la actualidad, los trolls –que cuentan con el apoyo de actores de todo el arco político– plantean un inconveniente al quebrar al usuario argumentativo, es decir, a aquel que sí quiere utilizar las redes para debatir e intercambiar posiciones e ideas con los otros usuarios. Este comportamiento genera dos factores que atentan inevitablemente contra la democracia. Por un lado, fomentan la autocensura poniendo a los usuarios legítimos en una encrucijada sobre repensar y pensar las cosas previo a escribirlas, comprendiendo la saturación y el impacto que puede llegar a ocasionar lo que se diga y, por otra parte, esconde las auténticas posturas del usuario real en la maraña de contenidos y ésta pierde validez.

En Internet hoy no se navega en aguas tan democráticas pese a esa idea que algunos pretenden instalar de equilibrio y paridad. Muchos gobiernos alrededor del mundo están incrementando sus fuerzas para manipular la información en redes, poniendo en jaque la idea de que Internet es una tecnología emancipada. El humo que se vende por un lado con el deseo de incrementar el acceso a la información se contradice con los reiterados esfuerzos de controlar la red. Según cifras que brinda el último informe de Freedom House del año 2018, en 32 de 65 países, se utilizan estas ilegítimas prácticas de manipulación como trolls, bots y demás. De este modo, los grupos independientes y los ciudadanos comunes quedan afuera del debate por estos usuarios que crean un circuito cerrado en el que los gobiernos se autorespaldan. Tristemente, la consecuencia inmediata es la erosión de la confianza en la red, algo que se incrementa con la propagación de las noticias falsas, o fake news, que inundan el ciberespacio.

Se han escrito varios artículos e incluso libros sobre el accionar de los trolls y, en algunos casos, se sostiene la teoría que todos somos, en mayor o menor medida trolls. Esto tiene cierto asidero, sustentado en los comportamientos de los humanos frente a los sucesos políticos, algo que se visibiliza en la fuerte cultura política argentina. No obstante, una de las cualidades fundamentales que tienen estos usuarios es la motivación por intereses económicos y aquí es donde la situación toma otro cáliz. Uno puede manifestar su opinión política con un tweet o algún posteo en Facebook pero no por eso recibe una retribución económica, por lo cual este argumento carece de sustento.

Por suerte, los trolls ya no tienen la misma fuerza que cuando aparecieron hace algunos años y tienen un menor peso en la agenda periodística. Eso no quiere decir que su influencia siga estando vigente en pleno auge de las fake news, el odio en las redes y la diatriba digital. Es momento que los gobiernos de todo el mundo se sinceren y erradiquen estos comportamientos digitales que solo generan divisiones sociales y acrecientan el rencor. Resulta utópico pero solo así podremos dar un salto de calidad en materia digital para poder sobrepasar las amenazas constantes de la red que tienen grandes consecuencias psicológicas en las personas y, sobre todo, afectan de manera directa y quizás definitiva, a las democracias modernas.