Clama el viento y ruge el mar
La Guerra de Malvinas no es una sola. Cada protagonista cuenta su guerra. Es distinta según quien la cuente, según quien la viva; del lugar donde estuvo en las Islas, dependiendo el rol que ocupó, el arma a la que pertenezca el veterano. Es distinta dependiendo la lealtad que cada uno sienta por su país. No es la misma guerra para quien combatió sabiendo que dejaba esposa e hijos en casa, para quien recién iniciaba su carrera militar y debutaba de esta forma. No es la misma guerra para aquel veterano que se batió cuerpo a cuerpo con sus enemigos, para quien fue herido en combate, para quien fue prisionero de guerra, para quien tenía personas a cargo y la responsabilidad de devolverlos al continente con vida. Y no es la misma guerra, para quien jugó al TEG desde un escritorio y mucho menos para quien dio las ordenes a kilómetros de distancia, desde un cómodo sillón.
En el colegio nos cuentan una versión de la guerra. Se relatan los hechos que son parte de la historia. Se explica que nuestro gobierno buscó, encontró y ejecutó una excusa, con el objetivo erróneo de querer unir a una nación y perpetuarse en el poder.
Pero, ¿cómo es la guerra contada por sus protagonistas? Y ¿cómo será esa misma guerra, contada por el hijo de un veterano de Malvinas? Nuestro papá es veterano de Malvinas. Él fue prisionero de guerra, fue herido en combate. Vio morir compañeros, amigos, hermanos de armas con quienes compartió desde los inicios de su carrera militar con 18 años, hasta dar su vida por la patria, con tan solo 22 años. El hijo del veterano se encuentra con distintos puntos de vista y opiniones variadas en el tema durante el transcurso de su vida. “Uh! ¿Tu papá estuvo en Malvinas? Pobre; lo siento mucho”. “¿Enserio fue a jugar a la guerra? Y cómo le fue?”. “Decile a tu papá que GRACIAS y perdón por no valorarlo como corresponde”.
Hay quienes lo toman como una desgracia; otros como un partido de fútbol y hay quienes, un poco más inmersos en el tema o simplemente con un poco más de empatía y tacto van a lo más simple y reconfortante. Cuando se acerca el 2 de abril, que para muchos veteranos es su segundo cumpleaños, uno como hijo va notando cierta sensibilidad por la proximidad. Todos los años la experiencia, los recuerdos y el relato de las historias son diferentes. La aceptación sobre lo que vivió es diferente. Se habla más de tema, se hace una selección de anécdotas para el festejo del 2 de abril y se planifica cómo se celebrará ese día. De chicos el relato era una historia que sentíamos lejana; un hombre que fue a la guerra con sus amigos y al cabo de unos meses volvió feliz a reunirse con su familia. A medida que fueron pasando los años fuimos absorbiendo más detalles de aquella historia y aquel hombre que fue a la guerra, fue rejuveneciendo y la historia terminó siendo la de un joven de 21 años con sueños y proyectos personales, con defectos y virtudes, preparado para ir a combatir y con la convicción de dar su vida si era necesario por defender lo que creía suyo y ningún pirata se lo podía arrebatar; su patria. Ese joven de 21 años escribía cartas desde su pozo cerca de Puerto Argentino, contando cómo lo estaba pasando, si tenía frío, aclarando que en “su guerra” él comía por lo menos una vez al día, una ración caliente de alimento, guiso o arroz, avisando que el enemigo se estaba acercando y que sus soldados estaban preparados para defender su tierra. Pedía que no se preocuparan por él, que estaba donde tenía y quería estar. Para todos los veteranos no es igual; hay quienes no quieren hablar del tema. A quienes rememorar su vivencia en las islas les hace mal. En nuestro caso, a nuestro padre le hace bien y le gusta contar su historia, su guerra. Pero hay una diferencia sustancial; como sociedad “recordamos” la fecha de la gesta de Malvinas. Los veteranos la “reviven” y trae dolor, impotencia y una profunda reflexión.
Ante el 2 de abril uno va notando cierta sensibilidad por la proximidad. Todos los años la experiencia, los recuerdos y el relato de las historias son diferentes
Revivir la historia para un veterano es volver a sentir el estruendo de las bombas, sin saber cuál será su destino final. El frío que te invade los huesos. Ser hijos de un veterano de Malvinas es tener un pedazo de historia en casa. Es escuchar el himno y sentirlo. Es tener permanentemente la bandera Argentina flameando en nuestros balcones y no porque juega al fútbol la selección, sino porque amamos este país, porque sabemos que hoy no existiríamos si papá hubiese muerto en combate, porque para él es la vida misma expresada en ese acto tan simple de tener la bandera siempre presente y en alto. Es entonar las estrofas de la Marcha de las Malvinas y cantarla con los ojos estallados de orgullo. El sentido de patriotismo y de respeto que uno tiene desde muy chico por las instituciones, es un plus en la educación que se recibe de niño. También se viven momentos y situaciones que no todos tienen o conocen en su infancia. Las formaciones militares, los desfiles; la emoción de verlo “desfilar a papá” vestido de soldado, en nuestro caso particular, portando el pabellón nacional. Estallar de felicidad cuando tú papá iba de uniforme al colegio. Los amigos soldados, que van a ser “tíos” toda la vida. La frase “yo te conozco desde que eras así cuando estaba destinado con tu papá en tal lado”.
Un veterano de Malvinas no es un loco que fue y volvió de la guerra. Un veterano es una persona que defendió a su país y puso en juego todo, inclusive el futuro de su familia que no existía aún, por la soberanía del suelo argentino ¿Se los recibió como se debía? Nuestro padre partió desde el Grupo de Artillería de Defensa Aérea 601 y Mix 602 (GADA), de la ciudad de Mar de Plata el 12 de Abril de 1982. Volvió al mismo lugar el 21 de Junio de 1982. Luego de ser tomado prisionero, fue enviado al continente y posteriormente en tren hasta Mar del Plata. Llegó a las 3 de la mañana. Nadie lo recibió. Nadie lo reconoció. Nadie lo esperó. Camino por la extensa entrada de 2 km que tiene el cuartel sólo, hasta su cuarto. Llegó, se acostó y a la mañana siguiente, todo siguió como si nada. Muchos veteranos padecieron lo mismo que él.
Ese chico de 21 años idealista y soñador, hoy tiene 60 años y el pelo blanco. Usa barba y está sordo de su oído derecho producto de los cañonazos que protegían el cielo de la Isla Soledad de la avanzada de los Harrier. Cada 2 de abril, le pedimos que vuelva a contar su historia, dónde estaba, qué hacía y cómo se fueron sucediendo los hechos desde que se enteró que iba a ir a una guerra hasta que le tocó volver. Surgen nuevas preguntas como también nuevas respuestas.
Hoy por las noches le cuesta conciliar el sueño, tiene pesadillas y se despierta a la madrugada. Hace no mucho le preguntamos: “¿Volverías? ¿Volverías a defender las islas?”. Él con total seguridad y convicción, deslizando una sonrisa cómplice, nos miró y dijo: “Por supuesto, sin dudarlo. ¿Cómo no volver y defender el suelo donde unos años después iban a nacer ustedes? Volvería por ustedes, volvería por mi país y por todos los argentinos”.
Gracias, papá, gracias por volver. Gracias por darnos la vida. Gracias por todo.
* El autor del artículo escribió fragmentos del mismo junto a su hermano Leandro